domingo, 22 de abril de 2012

Fin de fiesta

El cuaderno, Semanal de Cultura de la Voz de Asturias, desaparece en papel, la crisis se lo va llevando todo, pero seguirá en el blog El cuaderno. Hojeando el ejemplar del 15 de abril, me encuentro con un artículo sobre el editor millonario y comunista, Feltrinelli del que tuve noticia cuando preparábamos el homenaje a Mario Merlino en la revista En Sentido Figurado (enero 2010), tras su muerte. Me encontré una breve reseña de la vida de Feltrinelli en la web de Clara Obligado, que colaboró generosamente en el homenaje y acabé escribiendo un cuento, "Fin de fiesta" para Mario Merlino sobre Feltrinelli. Hoy descubro que su hijo Carlo Feltrinelli contó su vida en  Senior Service. Biografía de un editor (Tusquets, 2001) y pienso en el reguero de sangre que dejan a su paso  los que sueñan mundos posibles con exceso de acción.


FIN DE FIESTA
                              A Mario, esta vida ficcionada de un editor singular

A Gingiacomo Feltrinelli, editor del Gatopardo de Lampedusa, empezaron a confundírsele los sabores en la boca, las ideas en la cabeza, el deseo y la realidad, y el doctor Zivago diagnosticó un proceso de degeneración nerviosa. La percepción de matices gustativos se le fue haciendo fantasmagoría, y el delirio de papilas en la lengua, baile frenético de aromas, carnaval de sentidos. Cada cosa que introducía en la boca, fuera alimento, golosina, bebida o pasteles conocidos con el nombre procaz de teta de novicia, producía un estallido mágico y, poco a poco, desfilaban por su boca no sólo lo dulce, lo salado o lo amargo sino la certera corporeidad de lo evocado, en apretada alucinación gustativa. Beber un vino era encontrar de pronto, en el fondo de la lengua, toda la polifonía de sabores y aromas variopintos de la vida. No sólo la frambuesa, la miel o el regaliz colmaban con sus texturas la gruta de la boca, sino que hasta la mismísima calidez de los aromas a madera del ébano le electrizaba la piel como un relámpago. La miga mollar de la focaccia traía no sólo el olor de las muchachas de negros cabellos sueltos de Vía Vetusta sino la lozanía de las muchachas mismas. La corteza de una pizza margarita desplegaba los fuegos de poniente sobre el mar como espejismo en el estrecho de Mesina. Encontraba en las oquedades de las magdalenas apretado bullir de besos, de roces húmedos de labios y de lenguas ya gustados. Volvían los senos y los juegos amorosos al contacto de su lengua con el dulce mágico, como si los gozos de la vida escaparan del fluir del tiempo y se trocaran presencia pura.

Feltrinelli, el editor que soñaba una república de literatos, poetas y científicos, y comentaba con socarronería

− El gobierno de los filósofos siempre acabó mal, en catástrofe y parálisis por exceso de escrúpulos y falta de acción

avanzaba por la vida, como por un festival continuo, hechizado, embrujado. Zivago intuye el desastre que le acecha y le previene:

− El festival de su vida acabará como acaban todas las fiestas, en sabores de vómito y aromas de detritus, sin vuelta atrás. No es mortal, ni nada grave, mi querido Giangiacomo, pero no tiene cura.

Le cuenta que las degeneraciones nerviosas en aquellos a los que les afecta la vista provocan visiones de paraísos que no existen: flores y tapices de pájaros volando, retículas de color y estampados de papel pintado; un mundo feliz y abigarrado, que se abisma hacia lo negro y oscuro definitivo del apagón final.

− A veces, -añade- previo paso por un mundo aterrador habitado de pulular de insectos sin cuento y criaturas terribles que obligan al que lo sufre a vivir con los ojos permanentemente entornados. Feltrinelli, que sueña la igualdad de los hombres bajo la intoxicación de caviar mezclado con champaña, que hizo siempre su sacrosanta voluntad y tuvo el privilegio de saborear los goces de la vida dos veces, en presencia y evocados. Feltrinelli, el comunista multimillonario, maldice a Zivago cuando le anuncia el sabor del vivir proletario con todos sus matices, sin filtro metafórico posible, como una pesadilla.

− Y tú, doctor ignaro, mentecato, nulidad burguesa, ¿nada has de hacer para evitarlo?

Entonces urde un plan para un final de fiesta con traca y fuegos de artificio digno de su nombre, Fel-tri-nel-li,
como otros tantos estallidos de petardos en cada una de sus sílabas: sabotear las luces de Milán antes que el
sabor y el aroma de la miseria humana –que no entiende de castas ni ahorra el sufrimiento al potentado− lo alcancen. Dejar a Milán sumido en una profunda e interminable noche, como aquella hacia la que él se abisma.

Lo que no sabe, mientras sujeta con los dientes el cable de la bomba que prepara, es que Zivago ha errado el diagnóstico, que la enfermedad que le aqueja es no sólo grave, sino mortal por desesperanza. Cuando aprieta firme los dientes sobre el cable, un breve crujido recorre las mandíbulas, un sabor hediondo le impregna de la lengua a los pedos, como si una cucaracha le vertiera sus entrañas boca adentro. Escupe bruscamente, palmoteando en el aire, el cable. Vuela de golpe el artefacto, salta, brinca en las baldosas y… Lo que sucedió entonces es de todos conocido, y ya es historia.

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